Texto realizado por Aziza Akherraz Nkki, técnica profesional de Psicología en Huelva Acoge.
En los últimos versos de su poema El viaje, Peri Rossi escribía «partir es siempre partirse en dos». En esta línea, migrar implica partir tanto en su forma intransitiva como reflexiva, conjugándose simultáneamente hacia fuera y hacia dentro. Pero no hay simetría en esa partición. No hay un corte nítido entre el antes y el después. Ni si quiera hay corte: hay desgarro. Y ese desgarro atraviesa y vertebra nuestras vivencias.
Al igual que la Ítaca de Ulises, nuestra tierra no desaparece y es esta permanencia del país de origen la que genera que los duelos sean recurrentes y se prolonguen a lo largo de toda la vida. Escribo «duelos» en plural porque abarcan múltiples dimensiones de la pérdida: los vínculos familiares y afectivos, la lengua, la cultura, la tierra, el estatus social y el grupo de pertenencia, entre otras. Sin embargo, a diferencia de Ulises, las personas migrantes no formamos parte de una epopeya mitológica. Nuestras experiencias no se introducen en poemas épicos, sino que se introducen y residen en la propia carne, en una corporalidad permeada por la materialidad.
Es evidente que el duelo es un proceso que se atraviesa con mayor ternura si nos acompaña alguien que nos escucha mientras repetimos, una y otra vez, ese «sucede lo siguiente: sufro» de Pizarnik. No obstante, permitirnos adolecer es complicado cuando no se nos permite ni facilita el adolecer. Para muchas personas migrantes, el duelo es difícilmente transitable, pues, sin una red de apoyo o un entorno seguro, su experiencia se reduce a la supervivencia en medio de una violencia estructural atroz. El sistema, que nos reduce a fuerza productiva, no deja espacio para la pérdida, ni concede tregua al dolor. La lógica capitalista exige adaptación inmediata, enterrando el derecho a la elaboración y a la reconstrucción.
Desde fuera, la reiterada demanda de plegarnos a la homogeneidad mientras se nos observa desde la otredad. Desde dentro, el «ni de aquí ni de allí» y la percepción constante de ser híbridas. Migrar implica un constante pliegue, repliegue y despliegue. Por un lado, está el esfuerzo por adaptarnos a nuevas realidades; por otro, la resistencia a la dilución de nuestras raíces. Habitamos, así, en un estado de liminalidad durante un largo periodo de tiempo y, en ocasiones, de forma permanente. Este estado liminal, lejos de ser un mero umbral que da acceso «al otro lado», se convierte en un espacio de negociación y diálogo continuo entre nuestra lengua de origen y la nueva lengua. Y es en este espacio donde lo fragmentado puede, finalmente, comenzar a cobrar sentido.
En ese intersticio, en ese espacio entre lo que fuimos y lo que estamos siendo, emerge —de otorgase un espacio en el que dolerse— la posibilidad de integración y resignificación de la pérdida. No estamos solo ante un acto de desplazamiento físico, sino ante el preludio del cuestionamiento de las narrativas de identidad y pertenencia. Porque, aunque migrar parta en dos, sigue siendo posible ensamblar, unificar y, en primera y última instancia, ser.